viernes, 25 de septiembre de 2009

Los trabajos de grado: hasta cuándo terminará la burla

Ya he señalado en este espacio la lamentable inexistencia de la investigación en la inmensa mayoría de las universidades privadas de América Latina. Pues bien, resulta que en gran medida a esto se debe que la práctica de la titulación a través de la presentación y defensa de una Tesis, se haya venido convirtiendo cada vez más, en una burla, en un mero trámite que se cumple, la mayoría de las veces, con un ínfimo nivel de calidad.

Y es que, quienes asesoran los trabajos de grado suelen ser personas que jamás han realizado investigación real. Desconocen el estado del arte, no saben de metodologías de investigación, no les importa el rigor científico y, en casos graves, son incapaces de detectar errores mínimos de redacción y ortografía por parte de sus tutelados.

La práctica del "fusil" está ampliamente difundida. La tecnología hoy permite simplemente "copiar y pegar". Los pocos que no tienen acceso a esto, simplemente transcriben párrafos enteros de fuentes que jamás son referidas como debiera ser; sino que se presentan como si fueran de autoría propia.

El colmo, sin embargo, llega con las supuestas defensa. Éstas llegan a ser entendidas como un día de fiesta en el que se cumple una mera formalidad. La mayor parte de los profesores preguntan puras intrascendencias - lo que es natural, pues éstos tampoco saben qué preguntar porque desconocen profundamente, y a veces hasta desprecian, la actividad investigativa -.

Así las cosas, las famosas "tesis" terminan siendo una pérdida de tiempo. Lo lamentable es que podría y debería ser el momento de mayor aprendizaje en la formación de un profesional - y qué decir de un alumno de postgrado -. Sin embargo, como ocurre con otras cosas, todo termina siendo un mero negocio, en un motivo más para cobrarle algo a quienes aparentemente están en procesos de crecimiento académico.

Ojalá y que individuos e instituciones recapacitaran, y que buscaran poner seriedad al asunto de las titulaciones. Porque el problema que estamos generando al egresar a cualquiera, siempre que pague, será muy difícil de solucionar.

jueves, 17 de septiembre de 2009

¿Educación Superior?

Cuando empleamos el calificativo, "superior" para referirnos a la educación universitaria, tendríamos que tener en mente que, implícitamente, estamos reconociendo la existencia de una "educación inferior". Pero, ¿qué es lo que nos lleva realmente a distinguir una de la otra?

En un plano meramente superficial e indicativo, la educación inferior es la básica (la primaria, por ejemplo), y la superior es aquella que se brinda en los niveles más "elevados" de la jerarquía. Sin embargo, uno podría portarse más exigente con las definiciones y clamar porque, la superioridad educativa, refiera a un asunto de excelencia en las actividades que se despliegan en los centros universitarios.

Cuando, a la luz de esa exigencia uno mira lo que ocurre en la mayoría de las instituciones privadas y aún públicas de educación supuestamente superior, la decepción y el desencanto son una constante. Porque lo que suele suceder es que se privilegia una mediocridad infame, que hace lucir la tremenda inferioridad de nuestra educación.

Da pena ver cómo las aulas de postgrado de estas instituciones están cada vez más llenas de alumnos que no cuentan ni con la más mínima capacidad para realizar de manera exitosa sus estudios. Sin embargo, tienen el poder adquisitivo como para cubrir sus cuotas y colegiaturas, y ello es más que suficiente para que se mantengan allí, muy posiblemente hasta obtener el grado.

De ahí se deriva una absoluta devaluación de los grados académicos. Cada vez hay más personas con grados de Maestría o Doctorado. Pero, ¿de qué le sirve realmente eso a nuestra sociedad? De nada. Porque en términos reales, muchas de esas personas no han cursado verdaderos programas de educación superior, sino que egresan de estudios de ínfima calidad, en los que sus vicios son profundizados y en donde se pierden las posibles virtudes que antes hayan podido tener.

El problema mayor radica en que las autoridades no ven, como deberían hacerlo, con malos ojos lo que ocurre en las "universidades". Y claro, la razón de ello está en que ante los organismos internacionales tienen que presentar números alegres, aunque jamás reales, con respecto a lo que pasa en materia educativa.

Así, por solucionar un problema de corto plazo y alcance, estamos creando sociedades inundadas de malos profesionistas que, además, sienten que se pueden comer el mundo con sus supuestos "conocimientos". Terrible realidad la nuestra.

Gracias por sus comentarios.

domingo, 14 de junio de 2009

El Rector como máximo ejemplo de enseñanza en una universidad

Este blog ha sido creado para, a través de él, realizar una propuesta que busca que las universidades privadas en América Latina cumplan con su responsabilidad histórica en el presente; la cual está estrechamente vinculada con la construcción del bien común, en las sociedades para las que dichas instituciones sirven. La propuesta, gira en torno a dos ideas centrales. La primera, que la investigación pase a ser la principal fuente de financiamiento de esas casas de estudio. La segunda, que se organicen en torno al concepto MacInteriano de "práctica".

La noción de "práctica", para MacIntyre, comprende el ejercicio humano, mancomunado, de virtudes técnicas y del carácter; las cuales, en su conjunto, se disponen para generar bienes de excelencia. En el caso de las universidades, esos bienes, refieren a la búsqueda de conocimiento verdadero, y a la enseñanza y difusión del mismo. Pero, ¿bajo qué parámetros puede ser considerada la excelencia de dicho bien?

Las "prácticas" son actividades socialmente aceptadas. Tal aceptación les viene de que, a través de su actividad, generan los bienes que contribuyen con el mejor estado de una comunidad. Así, generar bienes de excelencia significa dos cosas. La primera, una comprensión global, clara y precisa, del deber ser de la sociedad. La segunda, una idea, también muy clara, de cómo los bienes que se generan en la "práctica" encajan en ese ideal de sociedad que se está persiguiendo.

Los maestros de las "prácticas", en este caso, de las "prácticas universitarias", serían aquellos que tuvieran una mejor idea acerca de ambos aspectos, el estado ideal de la sociedad, y la manera en que los bienes que se generan contribuyen a la creación de dicho estado. Obviamente, ello supone que una de las tareas centrales de cada "práctica", es la discusión permanente de estos dos asuntos. Tal discusión sería la que iría, con el tiempo, mostrando cuáles son las mejores perspectivas y, por lo tanto, quiénes deben ser los maestros de las "prácticas". Así, la generación de bienes de excelencia, depende, de manera fundamental, de la presencia, al interior de cada "práctica universitaria", de auténticos maestros.

Ahora bien; aún dentro de los maestros auténticos, debe haber quienes tengan una mejor versión de la excelencia. Digámosles, "maestros de maestros". En una situación ideal, el Rector de una universidad debe pertenecer a este grupo. Es importante notar que tal membrecía no es un asunto meramente honorario. Sino que significa la máxima responsabilidad posible en una casa de estudios dedicada a la educación superior. Porque supone que nadie en la institución tiene una mejor manera de comprender la excelencia que el Rector.

Pero, en este punto, es sumamente importante aclarar algo. La comprensión a la que nos referimos no significa, simplemente, que ocurre algo como tal en "el mundo de las ideas". No, se trata de que las acciones del Rector deben ser profundamente coherentes con dicha comprensión. De hecho, son las acciones, y no las palabras, las que realmente hablarán sobre la sabiduría - o carencia de ésta - de un Rector.

En otras palabras. Para cualquier auténtico maestro debe estar claro que, no hay mejor manera de educar, que con el ejemplo. El gran maestro de maestros, el Rector de una universidad, debe, en consecuencia, ser el máximo ejemplo de enseñanza; cuando la enseñanza significa la posibilidad de trasmitir su comprensión sobre la excelencia a los demás.

Hasta aquí esta entrada. Gracias por su tiempo. Nos vemos en la próxima.

lunes, 1 de junio de 2009

Sobre el uso patrimonial de los recursos universitarios

Este blog está dedicado a proponer un modelo universitario en el que la investigación sea la fuente principal de financiamiento; y en el que el esquema socio-laboral de "prácticas" sugerido por MacIntyre. Desde dicho modelo, ya planteado en entradas previas, he estado realizando una serie de críticas a determinados usos que se han venido generalizando en las universidades privadas de América Latina; y que atentan contra la búsqueda de virtuosismo y excelencia propias del modelo propuesto. Pues bien, el día de hoy hablaré de cómo, por desgracia, ciertas autoridades universitarias hacen uso patrimonial de los recursos que pertenecen a la institución.

En efecto, lastimosamente a muchos rectores y otras autoridades de alto rango en nuestras universidades, se asumen el privilegio de utilizar los recursos destinados al buen funcionamiento de esas instituciones, para su beneficio propio. Es cierto, se trata de un uso que ni es exclusivo de las altas jerarquías universitarias, ni de las universidades en sí. Sabemos que desde el más bajo de los niveles jerárquicos en una organización, hay una tendencia a emplear para uso personal, los bienes que en origen estaban destinados para el correcto desempeño de la institución. También sabemos que esto ocurre en la inmensa mayoría de las organizaciones, no importando el tipo, ni el giro de éstas. Sin embargo, en el caso de las altas autoridades universitarias el daño que se ocasiona es peor. ¿Por qué?

En principio, porque entre más elevada sea la jerarquía, más posibilidad de acceso libre a los recursos se puede tener. Claro, esto ocurre así en todas las organizaciones. Entre más en la cumbre se encuentre alguien, más recursos a su disposición tendrá para trabajar. Pero, en el caso de las universidades lo problemático comienza con un asunto que es meramente de "imagen". Si el rector o cualquiera otra alta autoridad universitaria, hace ostentación de su capacidad de utilizar los recursos universitarios para su servicio personal (por ejemplo, poniendo a la gente de limpieza a lavar su automóvil, porque "es el automóvil del rector"); los alumnos, quienes pagan un precio por estar en la universidad, tenderán a afirmar cosas como "con razón están tan caras las colegiaturas o cuotas; pues tenemos que pagarle la lavada de auto al rector".

Nótese que esto último no ocurre en el caso de un negocio, empresa o comercio - y aquí aprovecho para reiterar que no hay peor error en una universidad que tratar de asumirla como una comercializadora de títulos universitarios. Sí, hay quien puede hacer mucho dinero con esa idea, pero, lo importante es el gran daño que se hace con ello a la sociedad -. Si uno ve al dueño de una empresa poner a un mozo a lavar su automóvil, lo ve absolutamente normal. Porque en el fondo se acepta que las empresas están para generar riqueza y que, quien lo hace, puede disponer a voluntad de sus empleados. No obstante, la figura de las autoridades universitarias, sigue ligada, por fortuna, a lo académico. Por tanto, no se ve bien que usen patrimonialmente los recursos institucionales y menos que lo hagan de forma tan abierta, como suelen hacerlo - sobre todos aquellos que no se sienten rectores, sino "reyes" de las universidades.

Pero, tras el problema de la imagen, que es solamente un asunto superficial, está el problema profundo: lo que con ello se educa. Se equivocan profundamente los que creen que sólo se educa en las aulas. Falso. Absolutamente falso. Cualquiera de nuestros actos educa, sobre todo si somos una figura de referencia. Las altas autoridades universitarias son un modelo a seguir. Si su comportamiento es aberrado, lo que están enseñando es que tal comportamiento es normal e incluso deseable. Por tanto, no es de extrañarse que esas y otras conductas indeseables se reproduzcan a lo largo y ancho de nuestra vida institucional.

Entonces, si alguien debería ser cuidadoso con el uso adecuado, moderado y prudente de los recursos institucionales, deberían ser las altas jerarquías universitarias. El rector debería ser el máximo ejemplo a seguir en ese y en otros sentidos. Así, contribuiría verdaderamente a cumplir con la búsqueda de excelencia y virtuosismo institucional. En la siguiente entrada, continuaré desarrollando este punto: Cómo el rector debe ser el máximo ejemplo a seguir, en una universidad.

Hasta entonces, gracias.

viernes, 29 de mayo de 2009

La "Guerra de las Falacias"

En la entrada pasada, comentaba que la participación sobredimensionada de los alumnos en las evaluaciones docentes, únicamente servían para crear climas de complicidad; en los que, vicios contrarios a la búsqueda de la excelencia y la virtud, podrían florecer con facilidad. El día de hoy, continuando con lo que he venido haciendo en las últimas entradas, intentaré mostrar otra casa dañina de tales evaluaciones, cuando a éstas se le añaden nuevos ingredientes, también destinados supuestamente a supervisar el trabajo docente.
En algunas universidades privadas de nuestra América Latina, se ha impuesto la moda de establecer, a veces de manera velada, otras de manera abierta, ciertos parámetros de medición de desempeño docente que tienen que ver con los índices de reprobación y con el promedio global de la clase o grupo en el que realiza su labor. Así, por ejemplo, una institución puede decir que un buen docente es aquel que reprueba a menos del 3 por ciento de sus alumnos; y que su grupo obtiene una nota o calificación promedio de 85 por ciento de la escala que se utilice.
El primer problema que presentan tales parámetros, es que parten de la idea de que no hay malos alumnos, sino únicamente, malos docentes. Pero, además, de que la maldad del desempeño de un maestro, necesariamente se refleja en el promedio de calificaciones de los alumnos. Sin embargo, lo peor es que, la mayoría de las veces, lo que esos parámetros están buscando, es disminuir el número de "clientes" que se pierden por causas académicas. La mayoría de las universidades privadas en América Latina, prefieren conservar a un alumno que pague bien, aunque sea malo académicamente; y sólo dejar ir a aquellos malos "clientes".
Así las cosas, con tales parámetros establecidos, en adición a las evaluaciones de los alumnos, la mesa para que se escenifique la Guerra de las Falacias, una cinta de corte cómico-dramático, está servida. ¿De qué se trata esta "película"?
En mis más de 18 años como docente, ha habido una gran cantidad de alumnos que me reclaman, unos de forma más airada que otros, porque les coloqué una nota que consideran baja, en relación a su desempeño. Pero, jamás, nunca, me ha sucedido que alguien me reclame por haberle puesto una nota que considera superior - y seguramente, si me he equivocado, como efectivamente lo he hecho, en un sentido; me debo haber equivocado en el otro -.
Entonces, con los parámetros en mente, más la amenaza de resultar mal evaluados y con ello perder su fuente de ingresos, muchos profesores - ¿tal vez la mayoría? - elevan artificiosamente las notas de sus alumnos, para poder cumplir con facilidad con los límites establecidos como deseables por la institución. Obviamente, a ese docente, le resulta conveniente porque se creará, a su al rededor, la imagen de "buen profesor"; según los criterios establecidos por la misma universidad. ¿Qué pasa con los estudiantes? Nada, ellos resultan también muy favorecidos por lograr notas altas; porque, no importa si aprendieron o no, la calificación es lo que les permitirá tener contentos a sus padres, por un lado; y a la larga, por el otro, recibir un título universitario.
Los padres, al ver las notas altas de sus hijos, tampoco se preguntarán si aprendieron realmente o no. Para ellos es suficiente saber que sus hijos, todos, son unos genios que siempre reciben calificaciones elevadas. Así es que, nunca sospecharán nada extraño. Tampoco lo harán las autoridades universitarias. Por el contrario, en el mejor de los casos se "tragarán" el cuento que ellos mismos se inventaron, y pensarán en lo bien que funcionan sus cosas en materia educativa. En el peor, estarán muy contentos de no perder "clientela"; menos aún en estas épocas de crisis.
Pero, ¿qué hay de las autoridades gubernamentales?, ¿no deberían estar los gobiernos preocupados porque sus universidades estén otorgando notas elevadas sistemáticamente? Para nada. También ellos se benefician de esta cadena de mentiras. También les resulta conveniente la apariencia de que se vive en un país de genios; aunque, las realidades en materia de salud, justicia, democracia, vivienda, empleo, producción, etcétera, digan todo lo contrario.
Así las cosas, la Guerra de las Falacias continuará reinando, perpetuándose al infinito, y atentando contra toda posibilidad de generar auténticas universidades en nuestros países; con las consecuencias sociales que ello implica.
Hasta aquí la reflexión del día de hoy. Para la próxima, hablaré un poco sobre el uso patrimonial que algunas autoridades universitarias, particularmente rectores, hacen de los recursos universitarios. Gracias por su atención.

miércoles, 27 de mayo de 2009

¿Los alumnos siempre tienen la razón?

A lo largo de las últimas entradas, he venido haciendo una serie de críticas en contra de determinados usos que se han venido generalizando en nuestras universidades privadas en América Latina. Tales críticas están siendo lanzadas desde la perspectiva de un modelo que en este blog ha sido propuesto, según el cual la investigación debe ser la fuente principal de financiamiento de estas instituciones; para lo que es necesario que adopten el esquema socio-laboral de "prácticas" ofrecido por MacIntyre.
La entrada pasada, hablé del pobre sentido que tiene el considerar a los alumnos como meros clientes. Al hacerlo, intenté mostrar cómo dicha concepción, la de "cliente", atentaba directamente contra la excelencia y la virtud, indispensables para el modelo universitario que estoy proponiendo. Sin embargo, señalaba que el peligro mayor está escondido en la mentirosa frase: "El cliente siempre tiene la razón". Dedicaré las siguientes líneas a discutir con calma el por qué es esto el peligro mayor.
Aún en el ámbito comercial y de los negocios, en donde debería encontrar su sentido pleno esa frase, se trata de un decir que es, como ya lo he afirmado, mentiroso. Es uno de esos ardides publicitarios que suenan bien; que sirven para atraer clientes y hacerles sentir que, en verdad, son ellos los que mandan; cuando, en la realidad, son los dividendos, ganancias o utilidades, los que llevan la voz cantante en toda relación comercial. La razón que suele atribuírsele a los clientes termina justo en el límite en el que la ganancia deja de ser aceptable. Esto es, si los costos que representa cumplir con los deseos del cliente llegan a tal nivel que daña el margen de utilidad mínimo aceptable para un negocio, entonces, esos deseos caen en la irracionalidad.
Por supuesto, nada de lo que digo hasta aquí es sorprendente. Todos, hasta los clientes de un negocio, saben que su razón tiene límites y que, por lo tanto, no es que siempre sus deseos pueden ser satisfechos. En otras palabras, hay un acuerdo implícito entre clientes y proveedores de que la famosa frase no es más que un ardid publicitario. Y nadie espera, en realidad, que éste se lleve hasta sus últimas consecuencias.
Sin embargo, pareciera que en muchas universidades privadas de América Latina, se les olvida, al menos parcialmente, que ello es así. Y por supuesto, tal descuido no ocurre en el cobro de las colegiaturas, pues allí la aplicación de la frase continúa como en cualquier otro negocio - noten la terrible connotación mercantilista del asunto; sino, que ocurre en lo académico; es decir, en la parte medular de una institución educativa. ¿Cómo se encarna esto?
La vía más común es a través de mecanismos de presión contra los docentes, para que éstos no "dañen" al cliente. Para que se comporten "comprensivos" con ellos. Uno de esos mecanismos son las famosas y ampliamente difundidas "evaluaciones al docente". Aunque hay casos más extremos que otros, las universidades ponen a los alumnos a "evaluar el servicio" que recibieron por parte de un profesor. Ello, en el mejor de los casos, proporciona cierta información que difícilmente es digna de confianza, pues los criterios que poseen los alumnos en relación a la función docente, son generalmente pobres. Pero, en el peor, generan climas de complicidades, altamente susceptibles a los vicios más indeseables en un proceso educativo.
Porque lo que termina pasando es que el profesor, cuyo trabajo depende de una buena evaluación, hace lo que el alumno, su "cliente" , quiere que haga; sin importar qué tanto contribuyen esos deseos con una verdadera formación o no. Así, suele pasar que malos profesores que, sin embargo, son muy complacientes con los caprichos de sus alumnos, resultan bien evaluados. En contraste, buenos profesores que no tratan a sus alumnos como "clientes", sino como estudiantes que necesitan ser pertinentemente guiados y encaminados, salen mal evaluados; simplemente porque no cumplieron con los antojos de sus alumnos.
Yo no estoy diciendo que el trabajo docente no deba ser evaluado. Por supuesto que debe serlo. Pero, para eso hay muchos parámetros bastante menos subjetivos, que la mera apreciación de un grupo de estudiantes. Y sí, tal vez los alumnos deben participar en la evaluación. Pero, el peso específico de dicha evaluación en la decisión final con respecto al valor de la cátedra, debe ser el mínimo posible. Pero, ¿por qué no se hace así?
En mi experiencia, ello no ocurre porque los buenos maestros suelen tener un índice de alumnos reprobados (que no acreditan la materia), que significan el peligro de perder alumnos por parte de las universidades; cuando perder alumnos significa perder clientes; es decir, dejar de percibir los ingresos que genera el pago de sus colegiaturas. Así las cosas, una inmensa mayoría de las universidades privadas en el presente prefieren malos alumnos que paguen; a buenos catedráticos que ahuyenten a esos malos estudiantes.
Hasta aquí la entrada del día de hoy. En la siguiente, profundizaré en el daño que se ocasiona con los métodos de evaluación vigentes en muchas universidades privadas de nuestra América Latina.
Gracias

lunes, 25 de mayo de 2009

¿Clientes o alumnos?

Este blog está dedicado a pensar en torno a lo que las universidades privadas en América Latina deberían hacer, si en verdad desearan cumplir con su responsabilidad social en el presente. Para tal caso, he venido desplegando un modelo basado en la idea de que la investigación y no las colegiaturas (pago que los alumnos hacen para estudiar), debería ser la fuente principal de financiamiento de estas casas de estudio; y en la idea de que el esquema socio-laboral de "práctica", ofrecido por MacIntyre, es la forma más conveniente de organización para esas instituciones; idea, en la que las nociones de "virtud" y "excelencia", son centrales.
Desde el trasfondo de dicho modelo propuesto, he venido realizando algunas críticas a determinados comportamientos que se han venido haciendo habituales en las universidades cuyo financiamiento es privado, en América Latina; y que parecen atentar contra la posibilidad de la virtud y la excelencia en estas instituciones. Uno de esos comportamientos es el de considerar a los alumnos, no como tales, sino como "clientes".
El Dicionario de la Real Academia de la Lengua Española, nos dice, en su primera acepción, que un alumno es: "Discípulo, respecto de su maestro, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia". A la vez, nos dice que un discípulo es la "Persona que aprende una doctrina, ciencia o arte bajo la dirección de un maestro". ¿Qué nos dice con respecto a la noción de "cliente"? Nos dice que es la "persona que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa". Basados en esas definiciones, podemos entonces afirmar que la idea de cliente es más pobre en su sentido, que la de alumno o discípulo. ¿Por qué?
Una primera deducción meramente lógica, nos muestra que si bien todos los alumnos pueden ser comprendidos por la idea de "cliente" (son personas que utilizan con asiduidad los servicios profesionales de sus profesores); lo contrario no ocurre; es decir, no todos los clientes son alumnos. Por tanto, no existe en principio una equivalencia entre ambos conceptos. Más aún, el concepto "cliente" es mucho más amplio, más generalizante, que el de "alumno" o "discípulo". Pero, ¿qué es aquello que está de más en la noción de "alumno" o "discípulo", y que no cuenta la idea de "cliente"? Dos cosas: La acción de "aprender", por un lado; la presencia de un maestro, por el otro.
Si continuamos acudiendo al Diccionario de la RAE, nos encontramos que en la primera acepción de la palabra "maestro", aparece: " Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las de su clase." Esto quiere decir que, si vinculamos las ideas de "alumno" o "discípulo" a esta noción de "maestro", podemos retraducirlas a lo que sigue:
Alumno: "Discípulo, respecto de una persona que tienen un mérito relevante, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia".
Discípulo: "Persona que aprende una doctrina, ciencia o arte bajo la dirección de otra persona con un mérito relevante".
Lo que salta a la vista es, entonces, que los alumnos o discípulos lo son, porque están aprendiendo de lo meritorio de alguien más que es, en relación a ellos, su maestro. Pero, ¿qué es eso meritorio que los alumnos deben aprender? Su virtuosismo, es decir, su capacidad para hacer bienes excelentes.
Es esto lo que no implica la noción de cliente. Porque un proveedor puede ofrecer bienes o servicios mediocres que, sin embargo, tengan sus clientes: y la abundante y desproporcionada presencia de universidades "patito" o "de cochera" en nuestros países, que cuentan con un amplio número de "clientes", es el mejor botón de prueba de que ello es así.
Por tanto, si lo que estamos buscando es la excelencia académica, debemos preservar la idea de "alumno", "discípulo", "estudiante" o "aprendiz"; y evitar a toda costa caer en la tentación del uso reduccionista de la palabra "cliente" para referirse a los alumnos. Obviamente, ello significa revalorar, como he venido insistiendo con gran fervor, la noción de maestro o profesor en las universidades (ellos tendrían que ser, realmente, personas cón méritos relevantes).
Hay todavía un peligro mayor, sin embargo, en el hecho de considerar "clientes" a los alumnos. Ese peligro está encerrado en la frase: "el cliente siempre tiene la razón"; tan mentirosa como ampliamente extendida en el medio comercial y empresarial. A reflexionar sobre ese máximo peligro, dedicaré la próxima entrada. Gracias y hasta entonces.