miércoles, 27 de mayo de 2009

¿Los alumnos siempre tienen la razón?

A lo largo de las últimas entradas, he venido haciendo una serie de críticas en contra de determinados usos que se han venido generalizando en nuestras universidades privadas en América Latina. Tales críticas están siendo lanzadas desde la perspectiva de un modelo que en este blog ha sido propuesto, según el cual la investigación debe ser la fuente principal de financiamiento de estas instituciones; para lo que es necesario que adopten el esquema socio-laboral de "prácticas" ofrecido por MacIntyre.
La entrada pasada, hablé del pobre sentido que tiene el considerar a los alumnos como meros clientes. Al hacerlo, intenté mostrar cómo dicha concepción, la de "cliente", atentaba directamente contra la excelencia y la virtud, indispensables para el modelo universitario que estoy proponiendo. Sin embargo, señalaba que el peligro mayor está escondido en la mentirosa frase: "El cliente siempre tiene la razón". Dedicaré las siguientes líneas a discutir con calma el por qué es esto el peligro mayor.
Aún en el ámbito comercial y de los negocios, en donde debería encontrar su sentido pleno esa frase, se trata de un decir que es, como ya lo he afirmado, mentiroso. Es uno de esos ardides publicitarios que suenan bien; que sirven para atraer clientes y hacerles sentir que, en verdad, son ellos los que mandan; cuando, en la realidad, son los dividendos, ganancias o utilidades, los que llevan la voz cantante en toda relación comercial. La razón que suele atribuírsele a los clientes termina justo en el límite en el que la ganancia deja de ser aceptable. Esto es, si los costos que representa cumplir con los deseos del cliente llegan a tal nivel que daña el margen de utilidad mínimo aceptable para un negocio, entonces, esos deseos caen en la irracionalidad.
Por supuesto, nada de lo que digo hasta aquí es sorprendente. Todos, hasta los clientes de un negocio, saben que su razón tiene límites y que, por lo tanto, no es que siempre sus deseos pueden ser satisfechos. En otras palabras, hay un acuerdo implícito entre clientes y proveedores de que la famosa frase no es más que un ardid publicitario. Y nadie espera, en realidad, que éste se lleve hasta sus últimas consecuencias.
Sin embargo, pareciera que en muchas universidades privadas de América Latina, se les olvida, al menos parcialmente, que ello es así. Y por supuesto, tal descuido no ocurre en el cobro de las colegiaturas, pues allí la aplicación de la frase continúa como en cualquier otro negocio - noten la terrible connotación mercantilista del asunto; sino, que ocurre en lo académico; es decir, en la parte medular de una institución educativa. ¿Cómo se encarna esto?
La vía más común es a través de mecanismos de presión contra los docentes, para que éstos no "dañen" al cliente. Para que se comporten "comprensivos" con ellos. Uno de esos mecanismos son las famosas y ampliamente difundidas "evaluaciones al docente". Aunque hay casos más extremos que otros, las universidades ponen a los alumnos a "evaluar el servicio" que recibieron por parte de un profesor. Ello, en el mejor de los casos, proporciona cierta información que difícilmente es digna de confianza, pues los criterios que poseen los alumnos en relación a la función docente, son generalmente pobres. Pero, en el peor, generan climas de complicidades, altamente susceptibles a los vicios más indeseables en un proceso educativo.
Porque lo que termina pasando es que el profesor, cuyo trabajo depende de una buena evaluación, hace lo que el alumno, su "cliente" , quiere que haga; sin importar qué tanto contribuyen esos deseos con una verdadera formación o no. Así, suele pasar que malos profesores que, sin embargo, son muy complacientes con los caprichos de sus alumnos, resultan bien evaluados. En contraste, buenos profesores que no tratan a sus alumnos como "clientes", sino como estudiantes que necesitan ser pertinentemente guiados y encaminados, salen mal evaluados; simplemente porque no cumplieron con los antojos de sus alumnos.
Yo no estoy diciendo que el trabajo docente no deba ser evaluado. Por supuesto que debe serlo. Pero, para eso hay muchos parámetros bastante menos subjetivos, que la mera apreciación de un grupo de estudiantes. Y sí, tal vez los alumnos deben participar en la evaluación. Pero, el peso específico de dicha evaluación en la decisión final con respecto al valor de la cátedra, debe ser el mínimo posible. Pero, ¿por qué no se hace así?
En mi experiencia, ello no ocurre porque los buenos maestros suelen tener un índice de alumnos reprobados (que no acreditan la materia), que significan el peligro de perder alumnos por parte de las universidades; cuando perder alumnos significa perder clientes; es decir, dejar de percibir los ingresos que genera el pago de sus colegiaturas. Así las cosas, una inmensa mayoría de las universidades privadas en el presente prefieren malos alumnos que paguen; a buenos catedráticos que ahuyenten a esos malos estudiantes.
Hasta aquí la entrada del día de hoy. En la siguiente, profundizaré en el daño que se ocasiona con los métodos de evaluación vigentes en muchas universidades privadas de nuestra América Latina.
Gracias

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